LITERATURA JUVENIL
LA PELIGROSA HERENCIA DEL JOVEN AYKORD
Me temo que en cuestiones de la vida
verdaderamente es usted muy tonto, amigo.
Tan tonto que buscando una salida
no será capaz de encontrarse ni el ombligo.
Jjjssshhhkkk.
El extraño pájaro de la mansión Aykord
Capítulo I
Un familiar poco familiar agoniza
La mañana del día que cambiaría su destino y el de tantos otros, Córthet vio descender el poderoso vehículo del doctor Bélmereth Orián por la cercana colina del castillo; por la enloquecida carrera del auto, el muchacho tuvo la extraña certeza de que algo no estaba bien y sintió cómo su corazón latía fuerte mientras todo su cuerpo adquiría una tensión de alerta.
El doctor Bélmereth Orián no era un médico de los que se acostumbraba ver por ese condado irlandés: era delgado, rápido, decidido; completamente diferente a su padre (Clarke Orián, también médico, pero ya retirado de su profesión). Para nada se podrían confundir sus genios, pues mientras el viejo y discreto anciano de corpachón elegante, cultivaba las formalidades y la tradición, su hijo, Bélmereth, resultaba la encarnación misma del futuro, con su alegre sinceridad, su cabello largo, rubio y ondulado, y unos ojos azules que sonreían antes que su boca. A Córthet, que tenía la costumbre de buscarles parecido a las personas con personajes históricos, el joven doctor Orián se le parecía a las pinturas de Jesucristo que él veía al pasar por la iglesia católica, solo que Bélmereth tenía el cabello más rubio y ondulado.
El negro vehículo del doctor Orián venía bajando velozmente sobre las hojas y levantaba un remolino de ellas tras de sí, pero Córthet no se habría fjado tanto en su recta trayectoria de no haber abandonado unos momentos antes su bicicleta en mitad del camino, mientras aliviaba su vejiga contra un abeto en la entrada de la mansión Aykord.
Rápidamente terminó lo que estaba haciendo y corrió hasta el abandonado aparato. Cuando llegó a él, con sorpresa vio un pequeño conejo blanco en mitad de la vía, por lo que instintivamente se atravesó en la trayectoria del automotor, provocando una feroz frenada del coche, justo a tiempo para que este no atropellara al indefenso animalito. El doctor Orián, en lugar de molestarse, sonrió al ver cómo Córthet levantaba al conejo. Sin embargo, la sonrisa se borró completamente de su rostro cuando llamó al joven por su segundo nombre.
—Córthet, sube al auto y acompáñame a la casa de tu tío, ha pasado algo...
—Está bien, doctor —respondió dócilmente el muchacho mientras arrastraba la bicicleta— déjeme solo acomodar esto.
Córthet, a quien siempre todos llamaban por su segundo nombre (extrañamente, a sus 16 años, el muchacho desconocía aún cuál era su primer nombre), era un chico de cabello rojizo, alto, delgado pero fuerte, con una boca grande de hermosa dentadura y unos ojos de color azul claro. Tal vez en unos años sería un joven apuesto; pero a su edad había algo que faltaba en sus facciones y por esa causa se veía, no tanto feo, pero sí un poco simple. Lo único que llamaba la atención en su aspecto era el casi siempre levantado mechón de pelo que caía sobre su frente, y en el que se destacaba, en todo su centro, una mata de blancos cabellos: un mechón de blanquísimas canas, al estilo Santa Claus, metido entre el color cobre intenso del resto de su cabello.
Luego de dejar recostada la bicicleta contra la alta e inmensa barda de la mansión Aykord, Córthet subió junto al doctor, quien le informó:
—Parece que tu tío está enfermo y ha llamado a mi padre; pero él no se encuentra en condiciones de acudir, por sufrir un doloroso ataque de gota. Así que sir Rogelio deberá conformarse con mi atención.
—Doctor —se atrevió a preguntarle—, ¿es algo grave?
—No lo sé, Córthet —le respondió el médico—, no lo sé.
Atravesaron raudos la entrada externa y llegaron hasta el umbral de la casa. Cuando el auto se detuvo, no fue la señorita Duncan la que salió a recibirlos (como era de esperar en el ama de llaves), sino que fue el comisario Endlergei quien se abalanzó hacia la puerta del lado del doctor.
—El señor está en su cuarto. Pero me temo que es muy tarde, doctor —le dijo angustiado.
—Él está...
—¿Muerto? No, doctor Bélmereth, no me atrevería a decirlo, pero en todo caso su aspecto es terrible. He pedido que nadie entre al cuarto hasta su llegada, doctor; sin embargo, la señorita Duncan vigila desde el marco de la puerta. Él no se ha movido en los últimos veinte minutos.
Sin que mediara otra palabra, el doctor Orián subió la escalera con todas las fuerzas de sus veintiocho años y Córthet le siguió con el ímpetu de sus dieciséis. El muchacho sabía que si el doctor Orián se le escapaba en esa carrera, tal vez no tendría otra oportunidad de ver de cerca, por tan solo una vez siquiera en su vida, la cara y el cuerpo de su tío, Rogelio Aykord: el dueño en las últimas seis décadas, de casi todas las cosas y de casi todos los destinos del condado de Stanford Francis. Así que se apuró y llegó justo a espaldas del médico, para ver a su viejo tío en la momifcada agonía de sus 90 años. La imagen que vio fue devastadora.
El viejo, que por su delgadez más parecía una fotografía que un ser humano, se hallaba tendido con las manos y los pies separados, en el centro del lecho —una enorme cama de nogal— con una especie de pañal cubriendo sus genitales y un gorro tejido de lana sobre su cabeza. En realidad parecía tener mil años o más, pues no es posible describir tanta decrepitud en un solo y enflaquecido cuerpo. Cada centímetro de gris y arrugada piel estaba marcado de cicatrices o tenía rojos puntos eruptivos que conformaban una especie de geografía exótica. En la boca entreabierta no se le veía un solo diente, y casi se podría decir que ni siquiera tenía labios.
Sus ojos eran dos pequeñas monedas grises extraviadas entre una papilla amarilla y carnosa. Todo el conjunto era irreal y repugnante, y, auncuando Córthet había podido observar las momias de Egipto en los libros del Colegio Stanford, ese cuerpo perdido entre las sábanas de suave seda parecía más viejo y deteriorado que cualquiera de ellas.
Pero estaba vivo. Increíblemente y a pesar de su apariencia de polvo a punto de ser barrido por el viento, el anciano movió sus ojos grises y, con un largo dedo, enfaquecido y rígido, sir Rogelio señaló hacia la puerta. El joven doctor Orián se apresuró a entrar, mas, cuando había dado escasos dos pasos, debió detenerse ante el ímpetu con que el dedo ordenó una pausa. El dedo, el mismo delgado dedo, le indicó que se devolviera hacia la puerta y, esta vez, señaló a Córthet en forma inequívoca. Era a él a quien llamaba. A él.
Casi todos los que estaban junto al muchacho se sintieron desconcertados. ¿Cómo podía ser que Rogelio Aykord llamara en sus últimos momentos, precisamente al único ser al que parecía no haber prestado ninguna atención en los últimos dieciséis años?... Pero si así lo pensaron, ya fuera por temor o por respeto, ninguno se atrevió a dejar que esa duda se refejara en su rostro. En cuanto a Córthet, tuvo todas las dudas del mundo antes de decidirse a avanzar, mas nada tuvo que decidir, pues parecía que toda la fuerza de ese cadavérico hombre tendido en la gran cama se concentraba en su dedo.
Poco a poco el joven se fue adelantando hasta el centro de la habitación, al tiempo que podía sentir, como un vaho caliente en su nuca, las miradas de los que se apiñaban en la puerta. Aunque eran muchos los que trabajaban en las propiedades de sir Rogelio, allí sólo estaban el doctor Orián, la señorita Duncan, el comisario Endlergei, las únicas dos criadas que podían entrar a la mansión —miss Sahra y miss Rita— y el anciano señor George, que hacía las veces de administrador y mayordomo.
Cuando el chico se detuvo, el viejo Aykord lo miró de lado y preguntó:
—¿Eres Córthet?
—Sí señor, soy yo.
—¿Eres el hijo de mi hermana... y de un vagabundo que la sedujo con unos cuantos poemas?
El viejo se tenía que detener para hablar y Córthet no tenía ninguna voluntad para interrumpirle.
—¿Sabes qué hizo desaparecer a tu madre? —le preguntó el anciano.
—Sí, murió de febres —respondió el joven.
—Mentira —susurró el viejo— fue la... vergüenza.
—¡De febres dijo el doctor Orián padre!...
Córthet Aykord se había atrevido a hablar fuerte y a ser sarcástico.
—Córthet —le dijo muy despacio el viejo volteando su rostro hacia él— yo te sostuve en mis brazos la noche en que naciste... pero bien podía haberte dejado caer. Así que no te pases de listo conmigo. Sólo respóndeme.
—Sí, señor.
—Córthet, ¿eres feliz?
—No sé, señor; es tan difícil saber qué es la felicidad cuando uno no tiene con qué compararla. En principio diría que sí, pero si la felicidad es no estar mayormente triste.
—No eres estúpido, Córthet, eso ya lo sabía.
Dijo que lo sabía. El gran y temido Rogelio Aykord sabía de él y decía que no era estúpido. El muchacho se sintió sonreír por dentro, aunque su rostro estaba convertido en una máscara inexpresiva.
—También —continuo el anciano— sé que te gusta leer y, aunque no sé cómo lo aprendiste, sé que incluso escribes canciones.
—Sólo para el coro, señor.
—No me interrumpas, muchacho... sé que tu vida es eso y sólo eso —sir Rogelio se detuvo en un acceso de tos antes de continuar—. Y sé que crees que en este condado de la vieja Irlanda nunca ha sucedido nada extraño, nada excepcional... al menos lo creerás hasta esta noche.
—Señor...
—¡Te dije que no me interrumpieras!, Córthet, para todos eres un chico simple, un muchacho terriblemente normal y sin gracia que carece de la disciplina de sus vecinos y de la belleza de su madre. No tienes encanto ni intensidad. Te hace falta ambición, y yo pienso que nunca tendrás la fuerza y el poder que me han hecho vivir hasta esta noche...
Rogelio Aykord tosió un poco y volvió sus ojos hacia el techo, antes de continuar.
—Uno no sabe a veces por qué las cosas son como son—continuó diciendo el viejo—, uno no sabe. Pero sé que esta noche voy a morir... No, no es un secreto y nadie debe alarmarse y menos fIngir alarma. Así que es poco el tiempo que tengo para decirte lo que espero que hagas.
—Lo escucho, señor —dijo el jovencito y le temblaron las piernas—, aquí estoy.
—¿Sabes cuántos años tiene la señorita Duncan?
—No, señor.
—Eso está bien, y no se lo vas a preguntar; pero te diré que ella ha sido la persona más cercana a mí en los últimos cincuenta años. La que me ha hecho la cama y vigilado escrupulosamente cada comida. Ella ha conocido mis humores cambiantes y ha soportado mis furias. La señorita Duncan sabe tanto de mis asuntos comerciales como el señor George y a ambos voy a legarles esos negocios. Se los han merecido por su lealtad y servicio. Pero —carraspeó un poco— también debes saber que ninguno de los dos conoce mi biblioteca.
—Yo... —intentó decir Córthet.
—Las criadas —siguió diciendo el viejo, sin escucharlo— y todos los que han trabajado para mí, recibirán un buen pago para su retiro. También el doctor Orián padre —al que lamento no haber visto llegar—, recibirá otro tanto de mi fortuna, en pago a todos los años de mentiras que le ha regalado a mi cuerpo enfermo... y a su cortés reserva en mis otros asuntos. Todos los que han estado a mi servicio tienen asegurado su justo estipendio. Todos. Pero ninguno de ellos conoce la biblioteca.
—Yo... —Córthet no consiguió decir nada más.
—Tú, Córthet, el inmerecido vástago de Angélica Eliane Aykord, recibirás esta casa y la biblioteca, ¡y sólo eso¡ Pero a condición de que vivas dentro de la mansión y que te consagres a arreglar mis otros asuntos...
—¿Asuntos?
—Sí. Lo entenderás cuando revises todo. Cuando veas la biblioteca.
—Lo haré.
—¡Córthet, no creas que es tan fácil! ¡Debes jurar!
—¿Jurar?
—Sí, debes jurar que no abandonarás la casa hasta que todo quede en orden... yo no pude hacerlo... yo no podía.
—No lo entiendo, señor.
—Lo entenderás después. Ahora debes jurar. ¡Jura!
Movido por todo el poder que emanaba ese cadáver con voz, el sobrino levantó los dedos y cruzándolos dijo:
—¡Lo juro!
Fue como si de repente un hilo invisible se hubiese reventado, dejando caer sin gracia el faco brazo de Rogelio Aykord con todo y su largo dedo amenazante.
—Ya lo juraste, muchacho... Que el destino se apiade de ti. Ahora vete.
—Señor, yo quisiera...
—¡Vete!
El joven se marchó, mientras todos los demás entraban para agradecerle al viejo. El notario llegó a eso de las 10 de la noche y a las 11.30 todo estaba arreglado. Conforme a su conducta implacable y organizada de toda una vida, el viejo Rogelio Aykord murió faltando un cuarto de hora para la medianoche. La medianoche del día en que Córthet vio descender el carro del doctor Orián por la colina del castillo; la noche del día en que recibió su legado: la casa y la biblioteca de Rogelio Aykord; la noche del día en que, entre la turbulencia de fuerzas aún desconocidas para él, se empezaba a jugar la suerte de todo el universo.
FIN DEL CAPITULO 1
Cuando el chico se detuvo, el viejo Aykord lo miró de lado y preguntó:
—¿Eres Córthet?
—Sí señor, soy yo.
—¿Eres el hijo de mi hermana... y de un vagabundo que la sedujo con unos cuantos poemas?
El viejo se tenía que detener para hablar y Córthet no tenía ninguna voluntad para interrumpirle.
—¿Sabes qué hizo desaparecer a tu madre? —le preguntó el anciano.
—Sí, murió de febres —respondió el joven.
—Mentira —susurró el viejo— fue la... vergüenza.
—¡De febres dijo el doctor Orián padre!...
Córthet Aykord se había atrevido a hablar fuerte y a ser sarcástico.
—Córthet —le dijo muy despacio el viejo volteando su rostro hacia él— yo te sostuve en mis brazos la noche en que naciste... pero bien podía haberte dejado caer. Así que no te pases de listo conmigo. Sólo respóndeme.
—Sí, señor.
—Córthet, ¿eres feliz?
—No sé, señor; es tan difícil saber qué es la felicidad cuando uno no tiene con qué compararla. En principio diría que sí, pero si la felicidad es no estar mayormente triste.
—No eres estúpido, Córthet, eso ya lo sabía.
Dijo que lo sabía. El gran y temido Rogelio Aykord sabía de él y decía que no era estúpido. El muchacho se sintió sonreír por dentro, aunque su rostro estaba convertido en una máscara inexpresiva.
—También —continuo el anciano— sé que te gusta leer y, aunque no sé cómo lo aprendiste, sé que incluso escribes canciones.
—Sólo para el coro, señor.
—No me interrumpas, muchacho... sé que tu vida es eso y sólo eso —sir Rogelio se detuvo en un acceso de tos antes de continuar—. Y sé que crees que en este condado de la vieja Irlanda nunca ha sucedido nada extraño, nada excepcional... al menos lo creerás hasta esta noche.
—Señor...
—¡Te dije que no me interrumpieras!, Córthet, para todos eres un chico simple, un muchacho terriblemente normal y sin gracia que carece de la disciplina de sus vecinos y de la belleza de su madre. No tienes encanto ni intensidad. Te hace falta ambición, y yo pienso que nunca tendrás la fuerza y el poder que me han hecho vivir hasta esta noche...
Rogelio Aykord tosió un poco y volvió sus ojos hacia el techo, antes de continuar.
—Uno no sabe a veces por qué las cosas son como son—continuó diciendo el viejo—, uno no sabe. Pero sé que esta noche voy a morir... No, no es un secreto y nadie debe alarmarse y menos fIngir alarma. Así que es poco el tiempo que tengo para decirte lo que espero que hagas.
—Lo escucho, señor —dijo el jovencito y le temblaron las piernas—, aquí estoy.
—¿Sabes cuántos años tiene la señorita Duncan?
—No, señor.
—Eso está bien, y no se lo vas a preguntar; pero te diré que ella ha sido la persona más cercana a mí en los últimos cincuenta años. La que me ha hecho la cama y vigilado escrupulosamente cada comida. Ella ha conocido mis humores cambiantes y ha soportado mis furias. La señorita Duncan sabe tanto de mis asuntos comerciales como el señor George y a ambos voy a legarles esos negocios. Se los han merecido por su lealtad y servicio. Pero —carraspeó un poco— también debes saber que ninguno de los dos conoce mi biblioteca.
—Yo... —intentó decir Córthet.
—Las criadas —siguió diciendo el viejo, sin escucharlo— y todos los que han trabajado para mí, recibirán un buen pago para su retiro. También el doctor Orián padre —al que lamento no haber visto llegar—, recibirá otro tanto de mi fortuna, en pago a todos los años de mentiras que le ha regalado a mi cuerpo enfermo... y a su cortés reserva en mis otros asuntos. Todos los que han estado a mi servicio tienen asegurado su justo estipendio. Todos. Pero ninguno de ellos conoce la biblioteca.
—Yo... —Córthet no consiguió decir nada más.
—Tú, Córthet, el inmerecido vástago de Angélica Eliane Aykord, recibirás esta casa y la biblioteca, ¡y sólo eso¡ Pero a condición de que vivas dentro de la mansión y que te consagres a arreglar mis otros asuntos...
—¿Asuntos?
—Sí. Lo entenderás cuando revises todo. Cuando veas la biblioteca.
—Lo haré.
—¡Córthet, no creas que es tan fácil! ¡Debes jurar!
—¿Jurar?
—Sí, debes jurar que no abandonarás la casa hasta que todo quede en orden... yo no pude hacerlo... yo no podía.
—No lo entiendo, señor.
—Lo entenderás después. Ahora debes jurar. ¡Jura!
Movido por todo el poder que emanaba ese cadáver con voz, el sobrino levantó los dedos y cruzándolos dijo:
—¡Lo juro!
Fue como si de repente un hilo invisible se hubiese reventado, dejando caer sin gracia el faco brazo de Rogelio Aykord con todo y su largo dedo amenazante.
—Ya lo juraste, muchacho... Que el destino se apiade de ti. Ahora vete.
—Señor, yo quisiera...
—¡Vete!
El joven se marchó, mientras todos los demás entraban para agradecerle al viejo. El notario llegó a eso de las 10 de la noche y a las 11.30 todo estaba arreglado. Conforme a su conducta implacable y organizada de toda una vida, el viejo Rogelio Aykord murió faltando un cuarto de hora para la medianoche. La medianoche del día en que Córthet vio descender el carro del doctor Orián por la colina del castillo; la noche del día en que recibió su legado: la casa y la biblioteca de Rogelio Aykord; la noche del día en que, entre la turbulencia de fuerzas aún desconocidas para él, se empezaba a jugar la suerte de todo el universo.
FIN DEL CAPITULO 1